TRANSBORDO
ONCEAVO CORTE
Navaja de Fernando Curiel
4 de agosto, madrugada
despierta asido a su verga como al endeble mástil de una balsa, hecha de troncos, juguete de olas aceradas
irradia por todo el cuerpo la sensación aterciopelada del tronco palpitante
las persianas del desmantelado estudio, en el segundo piso, transmitan una luz árida que él, en su extravío, transforma en la salobre de alta mar
una ola alza la balsa, otra la hunde en una sima espesa de líquenes.
cree mirar la arena del fondo: blanca, blanquísima, rabiosa
hoy cumple 30 años
aferrado al sexo gira el cuerpo desnudo a la izquierda del sofá habilitado de cama y flexiona las piernas hasta casi tocar los hombros musculosos.
¿se habrá despertado ya ella?
la imagina, ovillada también lo más seguro, en uno de los extremos del finiquitado tálamo conyugal
el aroma levemente agrio de la boca entreabierta
los pechos del grosor de una pera
las nalgas rotundas
la rala fronda —anís, almizcle— a la que conduce serpeante
la senda de una cicatriz antigua
el primer piso de la casa de López Cotilla, que habían alquilado amueblada a un pariente —en algún momento partirían a Europa, Londres, por lo menos España, en viaje de postgrado—, no da cabida a una maleta, a una caja más de ropa, vajillas, objetos de plata y cristal cortado, equipo electrónico, libros, blancos
todo dividido —salvo los efectos personales— equitativamente
ni un kilo más ni un kilo menos de peso
él solía llamarla mirra, sol, mamita, faro, embriaguez, alma mater
Ella, a él, íncubo, amado, papacito, bestia mía, Rey, matalote
3 de agosto
pasó la mañana en el Archivo General de la Nación, ramo Real y Pontificia Universidad de México
comió en casa de su hermana Antonia
se metió a un cine
asistió al seminario del plúmbeo profesor visitante
cenó, solo, en El Portón de San Jerónimo
vio de nueva cuenta la película de la tarde
entró a la casa vacía después de la medianoche, no sin antes recorrer una y otra vez la calle recoleta, anacrónicamente arbolada
al otro día vendrían los dos camiones —uno para las cosas de ella, otro para las cosas de él— de la mudanza
no la escuchó llegar
4 de agosto
pasadas las ocho de la mañana se reencuentran en la estancia abarrotada de cajas, maletas y muebles cubiertos con fundas de plástico
ella ha elegido para la ocasión un conjunto que la hace verse más joven y espigada: falda escocesa en la que predomina el rojo, calcetas y suéter y boina azul marino; él, un traje de lana gris, con el que hacen juego irreprochable la corbata y los mocasines color vino
pasean entre los muebles y el equipaje
fuman
se sientan
revisan el contenido, ella de la bolsa que cuelga de su hombro derecho, él del portafolios
pasean de nuevo
intercambian miradas de reojo, comentarios banales sobre el clima, cigarrillos
miran insistentemente el reloj
otro cigarro
a las 8.32 a.m. suena perentorio el timbre de la puerta
hora de transbordar
4 de agosto, madrugada
despierta asido a su verga como al endeble mástil de una balsa, hecha de troncos, juguete de olas aceradas
irradia por todo el cuerpo la sensación aterciopelada del tronco palpitante
las persianas del desmantelado estudio, en el segundo piso, transmitan una luz árida que él, en su extravío, transforma en la salobre de alta mar
una ola alza la balsa, otra la hunde en una sima espesa de líquenes.
cree mirar la arena del fondo: blanca, blanquísima, rabiosa
hoy cumple 30 años
aferrado al sexo gira el cuerpo desnudo a la izquierda del sofá habilitado de cama y flexiona las piernas hasta casi tocar los hombros musculosos.
¿se habrá despertado ya ella?
la imagina, ovillada también lo más seguro, en uno de los extremos del finiquitado tálamo conyugal
el aroma levemente agrio de la boca entreabierta
los pechos del grosor de una pera
las nalgas rotundas
la rala fronda —anís, almizcle— a la que conduce serpeante
la senda de una cicatriz antigua
el primer piso de la casa de López Cotilla, que habían alquilado amueblada a un pariente —en algún momento partirían a Europa, Londres, por lo menos España, en viaje de postgrado—, no da cabida a una maleta, a una caja más de ropa, vajillas, objetos de plata y cristal cortado, equipo electrónico, libros, blancos
todo dividido —salvo los efectos personales— equitativamente
ni un kilo más ni un kilo menos de peso
él solía llamarla mirra, sol, mamita, faro, embriaguez, alma mater
Ella, a él, íncubo, amado, papacito, bestia mía, Rey, matalote
3 de agosto
pasó la mañana en el Archivo General de la Nación, ramo Real y Pontificia Universidad de México
comió en casa de su hermana Antonia
se metió a un cine
asistió al seminario del plúmbeo profesor visitante
cenó, solo, en El Portón de San Jerónimo
vio de nueva cuenta la película de la tarde
entró a la casa vacía después de la medianoche, no sin antes recorrer una y otra vez la calle recoleta, anacrónicamente arbolada
al otro día vendrían los dos camiones —uno para las cosas de ella, otro para las cosas de él— de la mudanza
no la escuchó llegar
4 de agosto
pasadas las ocho de la mañana se reencuentran en la estancia abarrotada de cajas, maletas y muebles cubiertos con fundas de plástico
ella ha elegido para la ocasión un conjunto que la hace verse más joven y espigada: falda escocesa en la que predomina el rojo, calcetas y suéter y boina azul marino; él, un traje de lana gris, con el que hacen juego irreprochable la corbata y los mocasines color vino
pasean entre los muebles y el equipaje
fuman
se sientan
revisan el contenido, ella de la bolsa que cuelga de su hombro derecho, él del portafolios
pasean de nuevo
intercambian miradas de reojo, comentarios banales sobre el clima, cigarrillos
miran insistentemente el reloj
otro cigarro
a las 8.32 a.m. suena perentorio el timbre de la puerta
hora de transbordar