
IMAGEN ES FONDO
Fernando Curiel
A una amiga latente
Uno. Cada comunidad destila, de manera natural, con su habla y sus costumbres, vestimenta particular, una imagen que la distingue del resto de los mortales.
Dos. Roqueros, empresarios, intelectuales, deportistas, académicos, motociclistas congregados en clanes, narcotraficantes, damas altruistas.
Tres. Independientemente de la causa que desvele a estas últimas: médicas como el cáncer de mama, indigenistas como el derecho patrimonial a sus artesanías y textiles, ambientales como los depósitos de plásticos en los mares.
Cuatro. Imagen que es forma, pero asimismo sustancia. Soy lo que parezco.
Cinco. Cuando hablo de “manera natural”, me refiero a la innata búsqueda de identidad tribal (por decirlo así). Lo que no inhibe el simple y llano exhibicionismo.

Seis. Si lo primero refiere a la voluntad estética de estilo, lo segundo lo hace a la deliberada marca de singularidad.
Siete. Entonces irrumpió la teoría y la praxis de la imagen. Que por lustros se constriñó a actrices, modelos, presentadores de televisión. Concepto e instrumentación de la banalidad.
Ocho. Juego negociante, más tarde industrial, de espejos, propalado por la publicidad y las revistas del corazón. No ajenos sus componentes racistas, clasistas (malinchismo entre nosotros).
Nueve. Prosperaron interpretaciones, surgieron especialistas y asesores, se inauguró su enseñanza.
Diez. Un fuerte jalón lo representó la asunción de las elecciones electorales como “marketing”. Tanto o más que la ideología, o el programa de gobierno, importó la apariencia. El político actor, modelo, locutor. Y el ejemplo cundió.

Once. En el futbol soccer, por ejemplo. El entrenador de un equipo, bajo el escrutinio de las cámaras, abandonó tenis, pants y sudaderas, por zapatos y corbatas y trajes de Ejecutivo.
Doce. En contrapartida, pero asunto también de imagen, a los boquiflojos comentaristas deportivos de TV, antes severamente trajeados, se les viste ahora de tenis y estrafalarios ropajes urbanos. Aunque aún no se tatúan.
Trece. Como sí lo hacen, por el contrario, los hombres de las patadas, sus uniformes de por sí tachonados con las etiquetas de los patrocinadores.
Catorce. Y por lo menos patético resultan, adobados por tantos signos, futboles nacionales, como el mexicano, carentes de talento futbolero. Aquí sí, ni modo, “No soy lo que parezco”.

Quince. Se me ocurre llamar la atención sobre dos trabajos de imagen. La moda, ya pasada, del montaje de eficacia judicial, con la presentación pública de malhechores que resultó que no lo eran, y policías que tampoco. Esto, en primer término. Porque la maña puede resurgir.
Dieciséis. En segundo término, estaría la auto-imagen. Hablo del selfie.
Diecisiete. Por cierto, único caso en el que la realidad se adelantó a la tecnología. Tanto que fueron las primeras selfies, las que llevaron a los fabricantes de celulares a la perfección de cámaras y técnicas de resolución.
Dieciocho. ¿Qué quedaría por explorar?
Diecinueve. Bueno, la imagen pifia, la contra-imagen-fracaso, la “regada”.
Veinte. Paris Hilton visita por milésima vez México. Dejemos a un lado la presencia de “fans” salidos de quién sabe qué nómina auto-promocional. Algo así como “bots” en carne y hueso.

Veintiuno. Lo que interesa es el desacierto del “outfit”. Gorrita ferrocarrilera, gafas de cruda de válgame Dios, espantosa mezcla de vivos y franjas rojas sobre negro, no rasgos sino restos del “Madonna style”. Para llorar.
Veintidós. Sí que le urge, a la susodicha, un asesor o director de imagen.
Veintitrés. ¡Viva la imagen! Pero con sus diferencias. La que va entre instituciones y espacios como la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, la Casa del Lago en Chapultepec (con todo y sus altibajos), el Centro Cultural (“Cultisur” con su adosado MUAC)), la Biblioteca del IIFL, o figurones como Salvador Novo, y el fiasco (vendiendo frascos) Paris Hilton.